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Roberto Abusada, Director del Instituto Peruano de Economía (IPE)

En un extenso informe publicado el pasado domingo por el diario “Perú 21”, se reseñan los resultados más importantes de un último trabajo del Instituto Peruano de Economía (IPE), que intenta estimar de manera técnica cuál ha sido el costo en términos de progreso económico y social de no haber llevado adelante aquellos proyectos mineros programados para comenzar entre el 2010 y el presente. De todos estos proyectos considerados en el 2010, el IPE tomó únicamente al tercio de ellos que no se han ejecutado debido a algún grado de conflictividad social o la inhabilidad del gobierno en tener un marco legal predecible, dar información adecuada a los ciudadanos en las áreas de influencia del proyecto y algún mecanismo para enfrentar en el campo político a aquellos grupos interesados en promover el conflicto con fines ideológicos o personales.

Lo que el estudio encuentra es en síntesis una enorme pérdida económica y social en la que se ha incurrido, al no haber podido materializar inversiones por valor de US$21.500 millones –aproximadamente un tercio de la inversión cuantificada en el 2010–. Si estos proyectos se hubiesen llevado a cabo, solo en su etapa de construcción la economía habría aumentado su tamaño en US$31.000 millones al sumarle los efectos indirectos en todos los sectores relacionados.

Las exportaciones anuales a partir del año pasado, valoradas en US$14.800 millones, habrían elevado en 40% el total de las exportaciones peruanas. Significa también que el Perú hoy estaría produciendo 20% más oro y plata y 134% más de cobre, además de 60% más de molibdeno. También aquí el efecto indirecto de la producción minera al pagar salarios y demandar productos hubiera generado en cuatro años riqueza por valor de US$36.000 millones, que añadidos al producto obtenido en la etapa de construcción configuran la pérdida de US$67.000 millones en términos de PBI que el estudio estima. 
Todo esto implica que el país pudo haber tenido tasas de crecimiento mucho mayores, agregando más de un millón de empleos a los que hoy existen y, mucho más importante que lo anterior, se hubiera disminuido el nivel de pobreza del actual 22,7% a 17%.

¿Qué actitud podemos adoptar después de conocer estos resultados? Una posible reacción es la de lamentarnos y decir que en el Perú nada funciona bien, que las instituciones son débiles y que no rige el imperio de la ley. A esa actitud se refería Albert Hirschman cuando acuñó el término ‘fracasomanía’ para describir el pesimismo al que son proclives los intelectuales latinoamericanos: una actitud que no reconoce el progreso gradual (aquel que se fundamenta en valorar lo que sí se ha logrado y entender los errores cometidos para construir hacia delante). Esa actitud es la que no debe prevalecer, ya que alienta a aquellos quienes quieren tirar por la borda todo lo logrado y regresar a las políticas desastrosas del pasado. 

El Estado, los gobiernos regionales y las empresas deberán rediseñar la manera en que se lleve a cabo la explotación de los inmensos recursos naturales que posee el Perú, y ello pasa por reconocer que muchos compatriotas en lugares remotos dudan de los beneficios que les reportará el extraer de manera responsable esa riqueza que yace bajo sus pies. Se deberá entender que su incredulidad y suspicacia tienen muchas veces sustento en experiencias del pasado y en la mentira sistemática que propaga el movimiento antiminero. La manera en que se deberán llevar a cabo los grandes proyectos no podrá circunscribirse al proyecto mismo. En cambio, la mina deberá ser un componente más de un conjunto de varios otros proyectos promovidos por el Estado que se lleven a cabo simultáneamente con su construcción y la posterior explotación del recurso; proyectos de caminos, hospitales, escuelas y otras actividades productivas en que participe la comunidad.

Solo así podremos eliminar por completo el fértil terreno que el activismo antisistema encuentra para llevar a cabo su antipatriótica labor.

Fecha: 30 junio 2015 | Fuente: El Comercio

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