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Por: Iván Alonso, economista

Por razones de todos conocidas, las asociaciones público-privadas (APP) están actualmente en entredicho. Va a ser difícil que se avance mucho en la construcción de infraestructura mientras la opinión pública tenga dudas sobre la justicia (fairness) de esta modalidad contractual, en la que comparten costos y beneficios, por un lado, y riesgos, por otro, el estado y un concesionario. Hay que sacar leña del fuego para tener una visión balanceada de lo que son y lo que no son las APP.

Un artículo publicado en estas páginas el martes último echa sombras sobre las mismas y particularmente sobre las adendas o modificaciones contractuales después de adjudicadas las concesiones, que brindarían “oportunidades para prácticas corruptas”. El autor, José Luis Guasch, es un especialista en infraestructura que trabajó muchos años en el Banco Mundial y que inclusive ha publicado un libro sobre el tema (Granting and Renegotiating Infrastructure Concessions, World Bank Institute, 2004), lo que le otorga un peso nada desdeñable a su opinión. Creemos, sin embargo, que el artículo citado incurre en generalizaciones injustificadas.

Este columnista ha presenciado la negociación de algunas adendas, y no recuerda una sola que haya sido frívola ni, mucho menos, corrupta. Quizás en ésas su presencia era inútil, en cuyo caso agradece el halago involuntario. Las adendas versaban, por ejemplo, sobre la extensión del plazo de la concesión, contemplada en el contrato original; sobre la postergación o también, a veces, el adelanto de las obligaciones de inversión; o sobre inconsistencias entre el contrato de concesión y sus anexos en cuestiones críticas como el mecanismo de reajuste tarifario.

Ninguna de esas adendas resultó de una “negociación bilateral entre gobierno y operador”, como afirma el doctor Guasch. Siempre intervino el regulador, y en ocasiones también Proinversión y el Ministerio de Economía y Finanzas.

Piense el lector en lo siguiente. Los contratos de APP tienen plazos de 20 o 30 años. Es inconcebible que en ese lapso no ocurran situaciones imprevistas que hagan necesaria o conveniente una renegociación. Y no es extraño que se den en los primeros años, la etapa de construcción, que es generalmente la más compleja del contrato.

Pasa lo mismo en el sector privado. Hemos podido apreciar en otra vida cómo los bancos y sus prestatarios firman un “amendment” tras otro a los contratos de crédito a largo plazo con los que se financian los proyectos de infraestructura. Muchas veces esas enmiendas alteran la distribución inicial de los riesgos, esa matriz que el doctor Guasch considera sacrosanta. En ningún manual de crédito una renegociación es sinónimo de corrupción.

Hasta aquí nuestras discrepancias. Ahora nuestras coincidencias.

Es verdad que muchos proyectos de infraestructura “se han lanzado aún crudos, con un mínimo de rigurosidad en los estudios de prefactibilidad”. En tales circunstancias, se hace prácticamente inevitable negociar adendas, corruptas o no, para precisar lo que no estaba precisado. No ayuda, en ese sentido, que el gobierno haya matado al SNIP, que era la instancia encargada de evaluar los costos y beneficios de un proyecto para saber si respondía a los intereses del país; y lo mejor que podría hacer sería resucitarlo calladamente en el reglamento del nuevo modelo llamado invierte.pe. 

Fecha: 19 enero 2017 | Fuente: El Comercio

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