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Por Iván Alonso, Economista

Dan Ariely, profesor de sicología en la Universidad Duke, en Carolina de Norte, estaba por comprarse un carro. Se había interesado primero en una minivan Honda, pero al final se decidió por la Audi porque le daban cambio de aceite gratis durante tres años. ¿Qué le pasó? Según sus propios cálculos, en tres años no iba a gastar más de 150 dólares en cambiar el aceite. Había sucumbido al embrujo de la palabra “gratis”. Eso, al menos, es lo que cuenta en su libro Predictably Irrational, que es, como su nombre lo indica… y ha sido traducido al castellano como “Las Trampas del Deseo”.

El profesor Ariely, que estuvo la semana pasada en Lima y otras ciudades de esta parte del mundo dando una serie de conferencias, es uno de los abanderados de la llamada economía conductual (“behavioural economics”), que se ha convertido en suerte de brigada de rescate del intervencionismo. No somos, para esta corriente de pensamiento, los seres racionales que la teoría económica convencional postula.

No podemos confiar en las fuerzas de la oferta y la demanda, porque esta última, en particular, es prisionera de los caprichos de la mente. El libre mercado no siempre trae los mejores resultados; necesitamos un gobierno que nos guíe: un empujoncito por aquí y otro por allá.

A los conductistas como Ariely les gusta decir que estamos “cableados” para reaccionar de tal o cual manera ante determinadas situaciones, aunque no sea lo que más nos convenga. Una fuerza superior a nosotros, surgida del largo proceso evolutivo, nos sujeta, nos condiciona y nos impide actuar racionalmente. El embrujo de la palabra “gratis” viene del temor a la pérdida que arrastramos desde tiempos inmemoriales: cuando algo se nos ofrece gratis, no perdemos nada aceptándolo.

Sí, pero se necesita más para explicar el comportamiento económico. El cambio de aceite gratis es sólo uno de los muchos atributos que diferencian a un producto de otro. Difícilmente la Audi y la Honda eran iguales en todo lo demás.

El “cableado” de la mente, por otra parte, no es más que una hipótesis. Los experimentos a los que apelan los conductistas para confirmarla no tienen, en nuestra opinión, el peso de la evidencia científica. Darles a escoger a los estudiantes entre dos chocolates en la cafetería universitaria, cuando todo lo que está en juego son quince centavos de dólar, no nos dice mucho acerca de las decisiones económicas de la gente en el curso ordinario de la vida.

La racionalidad en la que se basa la teoría económica convencional no es ni siquiera una hipótesis. No interesa demostrar si el hombre es o no es racional. La racionalidad es más bien un postulado, una suposición que hacemos para sacar conclusiones sobre la conducta observada. Sube el precio del camote y comemos menos camote, “como si” fuéramos un can racional que está tratando de maximizar la satisfacción que puede obtener con un presupuesto limitado.

Puede que no lo seamos, pero los conceptos de oferta y demanda nos ayudan –y vaya que nos han ayudado– a organizar nuestra visión de la vida económica. Las fuerzas del mercado están, si usted quiere, distorsionadas por un cable pelado, pero son reales. Mejor les hacemos caso si queremos entender hacia dónde quiere ir la gente y hacia dónde nos pueden llevar esos empujoncitos que son para los conductistas el secreto de las políticas públicas. 

Fecha: 21 octubre 2016 | Fuente: El Comercio

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