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Santiago Levy
Vicepresidente de Sectores y Conocimiento del BID

E n la primera década del siglo XXI, América Latina y el Caribe vivió una etapa de bonanza que se reflejó en un mayor crecimiento económico y en la reducción de la pobreza. Este fenómeno se explica, por una parte, a un mejor manejo macroeconómico y, por otra, al boom de las materias primas, que benefició a los países de la región exportadores netos de alimentos, petróleo y minerales. Que esto no se viera acompañado por mejoras en la productividad de los países, ahora que las predicciones de crecimiento son menos prometedoras para la región, pone de manifiesto la fragilidad de los avances e, incluso, la posibilidad de que se reviertan.

En “Empleos para crecer”, una nueva publicación del Banco Interamericano de Desarrollo, se identifica que, a pesar del crecimiento económico, los mercados laborales de la región se siguen caracterizando por un binomio de alta informalidad y elevada inestabilidad del empleo. Aun cuando durante la última década se generó empleo formal en la región, la informalidad sigue siendo una realidad para más de la mitad de los trabajadores. Asimismo, en promedio, un tercio de los trabajadores que estaban en una empresa en un momento dado no se encuentra en ese mismo empleo al cabo de un año. Esta elevada tasa de rotación laboral hace que muchos trabajadores pasen por el desempleo en un momento u otro, lo que implica pérdidas de ingresos y salarios con importantes costos de bienestar, una realidad agravada por la escasa protección contra el desempleo que existe en los países de la región.

Para crear empleos formales, sujetos a los beneficios y protecciones que establece la ley, se deben dar las condiciones apropiadas. Sin embargo, el costo de formalizar a los trabajadores en la región, en relación a su productividad, es alto. El costo mínimo de contratar a un trabajador asalariado formal representa, en promedio, un 39% del producto interno bruto (PIB) por trabajador. No es sorprendente que los países con mayores costos laborales sean aquellos que presentan una menor proporción de trabajos formales y una mayor proporción de trabajadores no asalariados. Por otro lado, en algunos países de la región, los empleos informales son de facto subsidiados a través de un conjunto de programas de aseguramiento social (mal llamados no contributivos). La combinación de impuestos a la formalidad y subsidios a la informalidad es exactamente opuesta a lo que la región necesita.

Esta falta de capacidad para generar trabajo formal convive con una alta rotación, que hace que los trabajadores cambien mucho de empleo. En general, esta rotación no se traduce en una trayectoria laboral ascendente, de acuerdo a la cual el trabajador deja un empleo por otro mejor, o un empleo informal por otro formal. Los bajos niveles de capacitación dentro de las firmas, unidos a la corta duración de los trabajos, afectan directamente la capacidad de acumulación de capital humano y la capacidad del trabajador y de la empresa de ser más productivos conjuntamente. Ante esta situación, el Estado puede cumplir un rol relevante a través de la implementación de políticas laborales que generen los incentivos correctos de inversión en capital humano, lo cual conduciría a un aumento de la productividad y de los empleos formales.

Se puede y se debe hacer mucho más para lograr más y mejores empleos en América Latina y el Caribe, empleos que permitan crecer tanto a los trabajadores como a las economías en su conjunto. Para ello, es preciso que la política económica, en general, y la política laboral, en particular, se enfoquen en promover una mayor productividad. De lo contrario, la región pondrá en riesgo las notables ganancias obtenidas en la última etapa de crecimiento.

Fecha: 05 octubre 2015 | Fuente: Gestión

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