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León TrahtembergColumnista

Un arquitecto apasionado se amanece varios días sin mirar el reloj para perfeccionar su diseño de un puente o edificio. Si le pidiese que durante todas esas horas cargue ladrillos y los coloque en una pila para ser transportados, ¿invertiría la misma energía, entusiasmo y pasión o se aburriría, procurando evadir, hacer pausas interminables, conversar, distraerse y otras “malas conductas”? La misma analogía se aplica a un apasionado arqueólogo excavando, un abogado penalista en pleno juicio, un atleta que se entrena para lograr su mejor performance o un estudiante apasionado de la pintura o el piano. Todos hacen un trabajo riguroso, intenso, agotador, en el que perseveran porque sienten la motivación por hacer bien la tarea y enfrentar el desafío al que le encuentran sentido. Pregunto: ¿el común de los alumnos que van a los colegios tradicionales a empernarse a la carpeta para escuchar al profesor, tomar apuntes en silencio, rendir constantes pruebas y exámenes, hacer infinitas tareas, siente lo mismo que el apasionado pintor, médico, arqueólogo, abogado, arquitecto cuando producen su actividad, o se siente como ellos cuando les piden que carguen ladrillos sin ton ni son? Para un escolar, sentir que le piden cargar esos ladrillos, ¿es la mejor preparación para la vida? Y al alumno que se resiste a cargar esos ladrillos, ¿hay que mandarlo a terapia?

Quizá sea hora de redescubrir el sentido que para los alumnos puede tener la vida escolar y reformularla en esa dirección.

Fecha: 24 julio 2015 | Fuente: Correo

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